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Raices profundas

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En lo más oscuro de la noche, el sonido del llanto fue interrumpido por una oración: “Gracias Señor Jesús…”, minutos después, lentamente, empezó a cantar: “El gozo del Señor mi fortaleza es…”. Apenas unas horas antes, el corazón del amor de su vida había dejado de latir; el dolor, evidentemente rasgaba su interior, pero de su boca salieron palabras de confianza en el Señor que la sostenía, brotó alabanza cuando pudo haber brotado reclamo. 

Más de 20 años después, nuevamente me encuentro sola con ella en una habitación, esta vez en un hospital.  En esta ocasión no era su corazón el que se había roto, sino su brazo y su cadera.  Su cara hinchada y herida era evidencia de lo fuerte de la caída y lo grande del dolor.  La abracé, tomé su mano y nuevamente de su boca empezó a brotar alabanza y gratitud: "Mientras estaba en la emergencia, estaba diciéndole al Señor:  Gracias Señor Jesús, porque este dolor no puede compararse con el dolor que tú sufriste por mí en la cruz…”.  

Dos momentos que dejaron huella profunda en mi corazón, lecciones de dependencia, agradecimiento y adoración.  Pero no fueron las únicas, recibí muchísimas más.  En una oportunidad llegué con un sencillo pastelito de manzana, pero si alguien hubiese escuchado la oración que elevó al Señor, se hubiera imaginado que delante tenía el mejor de los banquetes.  La gratitud llenaba nuevamente el ambiente.  

Un corazón del que brota adoración, sin importar la situación, es uno que ha reconocido que no merecíamos más que la muerte, que nuestro pecado y transgresión son tan grandes que, desesperadamente, necesitábamos un Salvador.  Requiere poner la mirada, no en circunstancias, sino en quién nos sostiene en medio de ellas. 

“Aflicción y angustia se han apoderado de mí, mas tus mandamientos fueron mi delicia. Justicia eterna son tus testimonios; dame entendimiento y viviré.  Clamé con todo mi corazón; respóndeme, Jehová, y guardaré tus estatutos.  A ti clamé; sálvame y guardaré tus testimonios”.  Salmo 119:143-146

“Este es mi consuelo en la aflicción: que tu palabra me ha vivificado.  Me acuerdo de tus ordenanzas antiguas, oh Señor, y me consuelo”.  Salmo 119:50,52. NBLA 

El salmista David también vivió muchas situaciones de aflicción, angustia, gozo y tribulación.  No negó sus dudas, dolor o confusión, sin embargo, constantemente recordó a su mente y a su corazón los estatutos del Señor.  Leer, meditar, estudiar y aprender la Palabra nos permite tener raíces profundas en el Señor, pues es por medio de ella que conocemos Su carácter, fidelidad, misericordia y amor. 

“Te alabaré con rectitud de corazón cuando aprendiere tus justos juicios.”  Salmo 119:7

En un mundo cada vez más desordenado y caótico, ¿Cuánta importancia le estamos dando en nuestro hogar a la Palabra?  ¿Estamos modelando a nuestros hijos dependencia del Señor y amor por sus decretos?

Ya han pasado un par de años desde la última vez que escuché su voz, pero cuando se despidió antes de morir, nuevamente, mi abuelita Conchy nos recordó, a mi hermana y a mí, la importancia de leer y aprender la Palabra y vivir una vida de oración.  Sin duda, la alabanza que salía de sus labios, en momentos de alegría y dolor, fue fruto de la Palabra sembrada en su corazón, pues de la abundancia del corazón habla la boca. 

Que nuestro anhelo sea Su verdad, que el Señor abra nuestros ojos para poderle contemplar y vivir nuestros días apuntando a Su bondad.